Autor: Josu Echevarría
La primera vez que viajé a Euskal Herria lo hice sin salir de Madrid, con muy pocos años y acompañado de mi abuelo. Su biblioteca era una especie de paraíso que, sin ser especialmente prolija, tenía la selección justa y precisa de ejemplares perfectamente ordenados por fecha y asunto. Estaban catalogados por bloque y sección, algo a lo que se había dedicado mi madre con infinita paciencia. Cuando ella y mi padre murieron a mis 18 meses, mis abuelos me habían acogido en medio del dolor, aunque intuyo que también de un enorme consuelo. Recuerdo aquella biblioteca como la recompensa suprema a la que podía aspirar un ser humano, fundamentalmente porque yo tenía el acceso muy limitado.
El viaje lo realicé a través de unas anotaciones y de unas fotografías que a mí me parecían antiquísimas, pero que a mi abuelo le debían de resultar recientes. Las más eran fotos y anotaciones sobre Bilbao, de la Ría plagada de pesqueros y grúas, con el Ayuntamiento al fondo. Otras eran de Bermeo -Bermío, siempre apuntaba él-, de una embarcación que se llamaba Virgen de Estíbaliz y, en fin, el resto de cuyo contenido ya no me acuerdo. En la mayoría de ellas aparecía la abuela María y el abuelo Manuel, que, por lo desvaído de las fotos, siempre pensé que eran mis tatarabuelos, y de un siglo muy antiguo.
En aquella biblioteca, en esa sección que voy a denominar vasca, pero que jamás se la llamó de ninguna forma, había otros libros, como el que se titulaba Antiguos Recuerdos de Guipúzcoa, fechado en 1951 en Buenos Aires o tres muy particulares que a partir de entonces siempre me han acompañado, Historia de las Fortificaciones de San Sebastián; Historia de la Reconstrucción de San Sebastián e Historia de San Sebastián. Años después, entre aquellos estantes, habría de descubrir además las obras completas de Unamuno y de Baroja, éstas últimas autografiadas por el maestro.
En la sección se mezclaban folletos, anotaciones de mi abuelo y más libros de imágenes borrosas. Su padre, mi bisabuelo, peón ferroviario de profesión, había salido de Bilbao medio siglo antes con destino a Palencia, y él se había dedicado desde la más absoluta de las carencias a estudiar la carrera de música con mucho mérito, esfuerzo e incomprensión por parte de su padre que no debía de entender muy bien cómo se iba a ganar la vida su hijo.
A pesar del enorme socavón que las circunstancias del siglo pasado habían abierto entre él y su familia, él nunca se había abandonado al olvido y aquella biblioteca funcionaba como un agónico cordón umbilical. “¿Sabes? –me decía detrás de sus gafas redondas de culo de vaso–. De aquí venimos. Esto es Bilbao. Tu nombre significa Casa Nueva, de etxe -casa y barri -nuevo. Mira, aquí vivían el abuelo Manuel y la abuela María” –me decía señalando un descampado en el que yo no veía nada–. Luego comenzaba una disertación, monólogo eternamente inacabado, sobre si la variante dialectal barri era mejor o más extendida que la de berri.
Fue la única lección de euskera que recibiría de él, quizás porque a él le motivaba más estudiar mis reacciones a sus piezas musicales. Trabajaba en aquel entonces en unos arreglos de Villancicos que aparecieron bajo el título de Navidad en España. En ella aparecía el Lotan Dago, que él me canturreaba susurrando, con la voz quebrada:
Birgiña Maite,
lotan dago zure semea lastana, seaskatxo bat ipiniro
zu gure biotze kutuna.
Ongi bai, ongi igaro
ditzan gauak eta egunak
Lo cierto es que mi abuelo se había ido distanciando poco a poco de Bilbao. Se había casado con toda una leonesa y había acabado echando raíces en Madrid. Ya con las oposiciones a la Banda Municipal de Madrid aprobadas, le había pillado la Guerra en la capital. Como dependía del Ayuntamiento, el Cuerpo fue militarizado por la República, lo que luego le supuso tirarse los años posteriores al 39 depurándose en Carabanchel, hasta su lenta reincorporación a la Banda Municipal, previa nueva oposición, porque no se reconocía el título anterior, además de obtener la cátedra del Armonía y Composición en el Conservatorio Nacional. Ganarla le costó varios años más de los que yo creo que merecía su talento, esfuerzo y dedicación, a pesar de su inocuidad política y su profunda religiosidad. Pero sí que pudo finalmente culminar su carrera y su vida siendo nombrado director de la Banda Municipal de Madrid, a la que había entregado su alma.
Lo fue después de muchos años de ser adjunto, nada menos que con Jesús Arámbarri, con quien le unía, además del entorno académico del Conservatorio, sus vínculos con Bilbao, San Sebastián y el País Vasco en general. Sobre todo Bilbao, que por alguna razón se convirtió de nuevo en una referencia en aquellos tiempos, que habrían de ser los últimos que él viera.
A ello habría de contribuir también la presencia de Jesús Guridi –algo mayor- y de Carmelo Bernaola, mucho más joven, el alumno aventajado, clarinetista de la Banda. Todos ellos se reunían con cierta asiduidad y alegría, encuentros que no viví, pero como si lo hubiera hecho, por la descripción tan vívida que mi abuela siempre hacía de aquellas noches musicales en Madrid, que, aunque terminaban de madrugada, siempre cumplieron con la más exquisita ortodoxia de la época.
Pero, tras la muerte de mi abuelo, cuando tanto Guridi como Arámbarri también habían desaparecido, impulsado, ya sí, por una voluntad consciente de lectura, me dediqué a revisar sus papeles, sus documentos, sus creaciones, discos y partituras. Tanto a través de aquella estantería como de las conversaciones que teníamos mi abuela y yo, y de las visitas que hacíamos a tomar la merienda a casa de las respectivas viudas, fui redescubriendo esas raíces.
Las visitas no era sólo a viudas. Con mi abuela me recorrí las casas de casi todos los músicos y relaciones sociales que ellos habían establecido durante todas las décadas anteriores, hubieran o no sido alumnos de mi abuelo, en cada tarde de fin de semana de aquellos primeros años 70.
A quien sí conocí un poco más a fondo fue a Bernaola, ya entonces reconocido compositor, al que continuamos tratando muchos años después del fallecimiento de mi abuelo. Carmelo no sólo era una lección de música sino sobre todo de humanidad. La verdad es que, de todos los grandes músicos que tuve la oportunidad de conocer en aquella época, Enriquito García Asensio, Moisés Davia, Julio Molina, Rodrigo de Santiago,… Bernaola era el que más me fascinaba, si exceptuamos a Jan, Julián, el ordenanza de la Banda, un tipo grande, cariñoso y bueno, que no era músico, pero que, desde que no levantaba dos palmos, había controlado con éxito que no arrancara las cortinas de los teatros durante los ensayos.
Efectivamente, Carmelo era una lección permanente de música y de fútbol, pero sobre todo de humanidad. Creo que nadie mejor que él me ha descrito a mi abuelo, y mira que ha habido fuentes. Sin haber sido su alumno siempre habló de él como «su verdadero maestro», quizás por esa complicidad que siempre han tenido todos los componentes de la Banda. De él también recuperé mi decidida búsqueda de las raíces vascas. Recuerdo que durante la celebración de una Semana Religiosa de Cuenca donde homenajeaban a mi abuelo por haber recibido en su día allí el premio Tormo de Plata, Carmelo me preguntó inopinadamente: “¿Y habéis vuelto ya por Bilbao?” Yo no sabía qué contestar, claro, pero le debí decir que creía que íbamos a ir pronto, aunque lo cierto es que no tenía ni idea. Mi abuela, a la sazón generosa en las visitas a Villadangos y a León, nunca me había conducido -ni jamás me llevaría- a Bilbao, sólo Dios sabe por qué.
Aquella conversación con Bernaola tuvo el efecto sortilegio de provocarme una inquietud, una aspiración: la de que, en cuanto pudiera, tenía que ir a visitar aquellas casas de las fotografías desvaídas. Hasta que llegara ese momento, tenía además mucho trabajo por delante buceando entre los papeles perdidos de mi abuelo. Allí descubrí sus composiciones, y sus documentos, pentagramas manuscritos, ideas garabateadas para una zarzuela; aprendí lo que es un zortziko y un aurresku, y de paso me obligó a contar en euskera.
Pero sin duda lo que más me atrapó fue un recopilatorio de periódicos de 1876 que estaba recogido bajo el genérico epígrafe de ‘La cuestión vascongada’. La encuadernación no era sencilla porque la dimensión de los ejemplares era en su mayoría el denominado tamaño sábana, pero, una vez bien asentado sobre el atril, era un entretenido pasatiempo, de curiosa lectura, además de una joya bibliográfica.
Se trataba de una serie de periódicos donostiarras, bilbotarras y gazteitarras dedicados al seguimiento de las elecciones celebradas en mayo de 1887, ya en la Restauración. La narración es bastante compleja y para entenderlo correctamente había que recurrir a la enciclopedia y a los libros de historia, precedentes añorados del Google. El recopilador había desde luego tenido la intención de hacer un seguimiento a unas candidaturas con un objetivo determinado, que sólo descubriría años después. Los periódicos son El Anunciador Vitoriano, El Norte, El Noticiero Bilbaíno, La Voz de Guipúzcoa, el Diario de San Sebastián. Sería sólo años después efectivamente cuando habría de entender el hecho de que algún familiar había querido seguir un período de la historia vasca tras la Segunda Guerra
Carlista y la caída de la República. Parecía estar especialmente interesado en el resultado en los Ayuntamientos de los diferentes partidos: el liberal, los republicanos, los tradicionalistas…
El hecho de que la estructura piramidal de la noticia todavía no estuviera asentada en aquellos años hace realmente difícil su lectura, ya que, además, se encuentra trufada de una endogamia periodística exasperante, con alusiones constantes al diario rival con determinación de ridiculizarlo pero sin ofrecer el contenido de lo publicado, lo que hace harto complicado su seguimiento. Sin el contexto de la época referencias y alusiones se pierden. Claro que esta frustración provocó en mí la necesidad de contextualizar los hechos y de buscar en las páginas de historia la razón de aquella recopilación.
Que no era otra que el seguimiento del nuevo sistema de pagos establecido a raíz de la derrota carlista en la Tercera Guerra Civil, es decir, lo que hoy conocemos como El concierto vasco. La diatriba es muy interesante seguirla a través de los diarios, porque se adivinan ya algunos de los conflictos que han ido trascendiendo hasta hoy.
Aquella cuestión vascongada fue sin duda un descubrimiento para mí, porque fue despertando de forma contundente casi todas las vocaciones que debía de tener dormidas: el profundo interés por la Historia de Euskal Herria, la pasión por el periodismo y por el coleccionismo de diarios antiguos y el amor por la lengua y los idiomas. No creo que sea casualidad que acabara estudiando las carreras de Filosofía y Letras, rama Filología, y la de Periodismo, de alguna forma provocado por aquellos libros y aquella biblioteca.
Y, efectivamente, cuando tuve ocasión y cierta independencia merodeé los paisajes que había descubierto a través de aquellas fotografías a las que había viajado de niño.
Viajé entonces a Bilbao. La ciudad que yo conocí, la de las siete calles, nada tenía que ver con la de las fotografías. Estaba entonces sumida, por un lado, en la borrachera violenta de la transición y, por otro, en el desconcierto opiáceo de las drogas. Más allá del Teatro Arriaga era otra ciudad, con graves conflictos laborales y muchas dudas económicas, sí, pero próspera y emprendedora. Ni en la primera ni en la segunda encontré rastro alguno del abuelo Manuel o de la abuela María. Como si no hubieran existido. Ni de los dos hermanos de mi abuelo, ni de sus primos. Se habían esfumado. Como en la foto: derretidos los perfiles.
Pero me abrió a otro mundo. Me ofreció la oportunidad de encontrar una base sólida de buenos amigos, con los que comencé a viajar a menudo, curiosamente más con destino Gipuzkoa, aunque con largas estancias en el Duranguesado. De la curiosidad por las Guerras Carlistas y sus consecuencias había pasado a un interés obsesivo por todo lo vinculado a Euzkadi, incluidas las raíces del nacionalismo y los escritos de Sabino Arana, cuyos cuatro volúmenes El nacionalismo en sus documentos analicé profusamente.
Por esas causalidades del destino, cuando comencé a ejercer el periodismo en las diferentes redacciones por las que pasé, el destino fue dirigiéndome hacia asuntos y cuestiones del País Vasco. Eran los años duros de violencia de ETA y es verdad que hacían falta expertos en la materia, por lo que en diarios como el Ya, ABC, El Sol o El País, me dediqué durante muchos años a escribir y analizar asuntos relacionados con la política en general, fundamentalmente vinculados al País Vasco.
Quizás por esa proximidad con los asuntos de Euskal Herria fue por lo que se me otorgó en las redacciones el apelativo de ‘Josu’, nombre por el que me conoce casi todo el mundo profesional frente al más familiar de Jesusmari. Ahora se está perdiendo, pero antes lo de terminar el nombre compuesto en ‘mari’ era una seña de identidad vasca. Yo creo que, a pesar de su origen religioso, suena más vinculado al poder fascinador de la diosa Mari de la mitología vasca y del poder de atracción que las montañas, y en concreto el Amboto, tienen entre los vascos.
Poder de la montaña que me embrujó también a mí. Aquellas escapadas al País Vasco se habían convertido al pasar de los años en visitas constantes a Donosti y sus alrededores. Fue entonces cuando el veneno de Aiako Harriak, del Hernio, del Urepel, del Ipuliño, y, sobre todo, del Jaizkibel, me atrapó.
Otro buen amigo de Donosti me enseñaría después la tierra llana y los pueblos de uno y otro lado. Vivimos intensamente Lesaka, Elizondo, Bera, Sara, Donibane Lohitzune, Oiartzun, Donibane Pasaia y cómo no Hondarribia.
Cuando llegó el momento en que encontré a mi actual compañera, Patricia, lo primero que le pedí fue que viviera esa tierra, que conociera esa parte del planeta que corre entre el Hernio y el Larrun a ver qué le parecía. Una prueba importante que culminó finalmente asentándonos en Hondarribia, a donde estamos ligados desde hace ya más de 25 años.
Desde allí, cuando el tiempo y las ocupaciones lo permiten, sigo buscando los senderos, los paisajes y la sidra, la mirada al Cantábrico y la perspectiva del valle, los zurias y los beltzas de la taberna, el grito nervioso de las regatas con esa bandera que se nos resiste, la visión única de Hondarribia – blanca, roja y verde, como la ikurriña- al bajar desde las Campas de Guadalupe, con la bahía de Txingudi, los apresuramientos de Irún y la holganza de Hendaia de fondo.
El lento pasear por San Pedro Kalea de pote en pote, de tema en tema, enderezando tuertos y deshaciendo agravios. Animando como una sola voz al Ama Guadalupekoa y solucionando todos los problemas simultáneos de la Real. Jugando al mus versión navarra a reyes barba los viernes en la sociedad Marlaxka, una de las primeras, si no la primera, mixta; Mitxe, cómo no, a la cocina y Lucio de organizador.
Y es este viaje a Euskal Herria iniciado hace ya muchos años de alguien nacido en Barcelona, criado en Madrid y que desarrolla su carrera profesional en A Coruña, cargado de enorme curiosidad y de profunda pasión, que no de conocimiento, lo que intento trasladar a mi entorno. Se me pregunta en este acto qué puedo aportar a La Bascongada y mentiría si no dijera que creo que es mucho más lo que va a aportar La Bascongada a ese viaje que emprendí hace ya muchos años, más de los que me gustaría.
Pero, hitzen hitza, espero que ese interés por la Historia que he comentado, fundido con mi limitado conocimiento periodístico y mi pasión por la Tierra Vasca pueda en algún momento ser de utilidad a la Sociedad. Sin ir más lejos este verano analizábamos con minuciosa emoción junto al ex consejero de Educación, Universidades e Investigación del Gobierno Vasco Ignacio Oliveri el primer ejemplar del Euzko-Deia, el origen del actual diario Deia, editado en noviembre de 1936, en plena Guerra Civil, y que he tenido la suerte de incorporar a mi colección. O, en otro momento, revisamos las imágenes sobre El Alarde de Fuenterrabía publicadas en 1906 en la revista Nuevo Mundo, absolutamente deliciosas.
Y, de nuevo hitzen hitza, prometo continuar y compartir este viaje inacabado, quizás ya no para buscar aquel rincón donde puedan estar enterrados mis orígenes perdidos, sino para dar cuenta de un nuevo árbol cuyas raíces comienzan a agarrarse a las faldas del Jaizkibel.
La búsqueda de aquellas casas desvaídas de mi abuelo me trajo inopinadamente hasta aquí, a unos cuantos kilómetros y muchas curvas por la peor autopista de la Tierra de distancia. En realidad es una búsqueda que no he culminado, que no culminaré jamás, que me tendrá en vilo, lo sé, para siempre, como demuestran la bandada de mariposas que tengo en el estómago desde que Iñigo y Juantxo López de Uralde me propusieron el privilegio de unirme a la Real Sociedad Bascongada de Amigos el País, raíces que siento mías y que sigo buscando en lo más profundo de mi alma.
Jakina
Josu, gracias por compartir este magnífico relato, tan personal y profundo. Un honor compartir contigo pertenencia a la Bascongada. Ongi etorri!
Paco García Martín
Eskerrik asko, Paco!
El honor es, con toda sinceridad, mío.
Besarkada bat!
Estoy conmovida después de leer tu relato. No sé por dónde empezar a decirte que me ha gustado más. En conjunto desde tu formación, al principio de tu vida, por unos abuelos sabios (sabios sobre todo porque ya tenían esperiencia de la vida para saber cómo bien educarte), hasta tu entusiasmo final por poder pertenecer a la Bascongada después de ese ‘querer tanto’ al País Vasco como nos has contado. Un fuerte abrazo
Mª Josefa Lastagaray
(Por cierto conozco mucho a los primos de tu amigo Ignacio Oliveri que viven en Santoña, Cantabria)